
Soy Enheduanna, suma sacerdotisa y ornato de dios. Nací entre los ríos Tigris y Éufrates, en la ciudad de Ur, la de los zigurats y las casas de barro. Mi padre es Sargón I y mi hermano es Rimush. Ambos gobernaron Sumeria hace cinco mil años y a ambos serví con lealtad y gratitud.
Soy la Gran Sacerdotisa del templo de An, dios del cielo. Mi padre me nombró sacerdotisa de Nannar, el dios luna, una de las grandes divinidades del panteón mesopotámico.
Probablemente escribí versos en la arena de la desembocadura del Éufrates y me bañé en sus aguas, las que arrastraban los ricos tesoros de las montañas de Anatolia. El Éufrates y el Tigris formaron el larguísimo río Shalt al-Arab que serpentea a través de desiertos y tierras áridas. Hay quien piensa que el río en el que se baña mi ciudad, Ur, es el cuarto río del Edén, el Paraíso.
Quizás alguno se enamoró de mí al verme deshacer mi tocado, sentada a la orilla de sus aguas con los pies descalzos y mi túnica color tierra. Quizás yo también me enamoré y sentí el pálpito del corazón cuando vi al muchacho con su falda de piel y su rodilla izquierda al descubierto. Quizás nos enamoramos mientras el agua se llevaba la cinta que sujetaba mis cabellos y que me había quitado para refrescar mi frente del calor del desierto. Tal vez nos prometimos amor eterno. Lo mismo él era un soldado, tal vez un campesino, pero mi padre me necesitaba para consolidar su poder en el sur de Sumeria y para conseguir la unión con el norte. Decidí ser la Sacerdotisa y honré a Inanna la diosa del amor y de la guerra, porque quién sabe si no me enamoré de una mujer.
En las madrugadas paseaba por el templo de Ur, recorría el patio y observaba los cuatro puntos cardinales que lo envolvían con sus mágicos presagios. Avanzada la mañana, escuchaba el rumor de la gente que recorría las tres terrazas, cada uno con su clase social y sin mezclarse.
Mi responsabilidad era abrumadora. Sin embargo, acometí las empresas a las que estaba destinada. Supervisaba la correcta ejecución de los rituales porque el dios luna e Inanna eran quienes me protegían. Y en su honor y a sabiendas de la necesidad de estabilidad para el Imperio de mi padre, creé la primera teología sistemática de la humanidad. Nunca algo así se había realizado anteriormente. Y lo hice creando un panteón, un paraíso de dioses. Fue tan novedosa esta forma de dar cabida a todas y cada una de las creencias de los diferentes zigurats que se mantuvo a lo largo de los siglos posteriores.
También cuidaba los graneros de la ciudad. Me ocupaba de que estuvieran llenos y mi intención era distribuir con equidad el grano en tiempos de dificultad y de hambre. Me preocupaba del buen mantenimiento de los cultivos. Muy posiblemente paseaba por lo campos y contemplaba el crecimiento de las espigas. Muchas veces salía del camino para internarme entre los surcos y probar así la madurez del trigo. Mi boca saboreaba la yema verde y mis dedos deshacían ágiles las cascarillas.
Además supervisaba el proceso de la cerveza, tan amada por mi pueblo y tan importante en siglos posteriores que hasta Alejandro Magno la valoraba. Vigilaba el malteado que le daba el color, también la maceración, el filtrado y la cocción. La llamábamos Kash y era tal su importancia que los reyes hacían sus rituales a los dioses y difuntos a través de libaciones de ofrenda. También hacíamos pomadas y ungüentos medicinales que aliviaban nuestros males. Y mi pueblo se alimentaba con su licor o con el pan de cerveza que elaborábamos. Muchas veces pagábamos los salarios a nuestros trabajadores con ella.
Mi civilización creó la mágica posibilidad de la escritura. Muchos antes que yo escribieron en las tablillas de arcillas, sin embargo, mi mérito es que conseguí unir mi nombre a mi obra y por ello soy autora y, además, la única autora mujer de Mesopotamia.
Escribí 42 himnos de los conocidos Himnos de los templos sumerios y tan apreciados que muchos autores de esta actualidad vuestra se inspiran en ellos. Me llaman la Shakespeare de la época sumeria y akadia.
Escribí también Exaltación a Inanna, el Nin-Me-Sar-Ra , poema que me permitió reflejar mi tristeza por el exilio que padecí fuera de mi templo. Pero, la diosa me protegió y volví a ejercer de Suma Sacerdotisa en el reino de mi hermano.
Fui testigo de la destrucción de personas, templos y ritos sagrados, aunque también tuve privilegios. Pero la belleza espiritual de la diosa del amor y de la guerra me sirvieron de escudo contra la amargura y el dolor.
Nunca supe la fecha de mi muerte, pero toda mi vida y la importancia de mi nombre perduran en un simple disco de alabastro, testigo mudo de mi existencia.
4 comentarios en “Enheduanna, la primera persona autora de la Historia”